El panorama descrito en las dos primeras partes de esta serie es a la vez emocionante y desalentador. Por un lado, está la creación del ser humano, en quienes es implantada la imagen de Dios, y por el otro, está la ruina de haber cometido el mayor de los errores posibles: abandonar al Creador y Sustentador de todas las cosas, por perseguir un ideal egoísta. El ser humano estaba ahora desterrado, sin manera de recobrar el Paraíso perdido y restaurar su comunión con Dios. Adán y Eva estaban a expensas de un ambiente hostil, lleno de sufrimiento, dolor e incertidumbre. El panorama era deprimente, y no era para menos, el proyecto de vida de la humanidad entera fue severamente dañado por causa de la desobediencia y de la entrada del pecado en el mundo. La maldición y la muerte ahora serían parte de la historia humana. Es evidente que lo han sido desde entonces hasta ahora. Pero no todo estaba perdido, Adán y Eva percibieron un rayo de esperanza en forma de una promesa que escucharon antes de ser desterrados: Un día, de la descendencia de ellos, Dios levantaría a un Libertador, que restauraría la comunión perdida entre Dios y los seres humanos y destruiría de una vez por todas el poder del pecado y de la muerte. Sin embargo, mientras llegaba el cumplimiento de esa promesa, la esclavitud y la aflicción del pecado los afectaría por el resto de sus vidas y experimentarían la muerte física como Dios se los había dicho. Además, siendo que ellos eran la semilla de la humanidad, transmitirían la naturaleza pecaminosa a todos sus descendientes de generación en generación.
Guerra en los cielos
Después de haber confrontado a Adán y Eva con su pecado, Dios pronunció una maldición en contra de la serpiente, aquella criatura misteriosa que los había engañado y que en realidad era más que solo otro animal en el huerto. Curiosamente, Dios no sostuvo una conversación con la serpiente, como lo hizo con el ser humano, Él solo pronunció una maldición y una profecía de lo que sucedería en el futuro:
“Entonces el Señor Dios le dijo a la serpiente: Por lo que has hecho, eres maldita más que todos los animales … y pondré hostilidad entre tú y la mujer, y entre tu descendencia y la descendencia de ella. Su descendiente te golpeará la cabeza, y tú le golpearás el talón.” (Génesis 3:14-15)
La razón por la que Dios no entabló una conversación con la serpiente y fue directo a la maldición, fue porque esta criatura, representaba un conflicto muy antiguo que había tenido lugar en otro ámbito mucho mayor. Antes de que el mundo o la humanidad fueran creados, la lucha entre el bien y el mal ya existía a un nivel cósmico. En algún punto de la eternidad pasada, una de las criaturas más perfectas que Dios había creado, un querubín llamado Lucifer, se reveló contra Dios en los cielos e instó a la tercera parte de los ángeles a rebelarse junto con él, en contra del Creador (Ezequiel 28:12-19). Es importante comprender esto, ya que el ser humano tiene la tendencia equivocada de pensar que él es el centro de todo lo que ocurre en el mundo. Esto no es así. Mucho antes de que siquiera llegáramos a existir, ya se libraba una batalla entre el bien y el mal. Es por eso, que nosotros representamos un objetivo estratégico para Satanás, el enemigo de Dios, a través del cual él puede tratar de vengarse de su Creador. El diablo odia todo lo que representa a Dios y obviamente, al hacerle daño al ser humano, él sabe que está dañando a aquello que Dios más ama y que mejor lo representa. Fuimos creados a Su imagen. Pero el destino de Satanás estaba pronunciado en aquella maldición: un día sería vencido por completo por un Libertador que saldría de la descendencia de aquellos a quienes él había engañado en el huerto del Edén.
En dirección a la promesa
Para que la promesa de un Libertador se cumpliera, tendrían que pasar muchas cosas que le ayudarían a la raza humana a comprender la naturaleza del plan de salvación de Dios. El establecimiento del pueblo de Israel, como resultado del pacto de Dios con Abraham en Génesis 12 y 15, sería clave para el cumplimiento del plan de Dios. Así como un padre responsable, que desea que sus hijos aprendan lecciones importantes a través de la instrucción, la corrección y el castigo, Dios se dio a la tarea de ilustrarle al ser humano la seriedad de su pecado y todas las implicaciones de este; probando sus corazones y dándoles instrucciones especificas que hicieran más tolerable su caminar por este mundo y sobrellevar las consecuencias del pecado. Puesto que la habilidad del ser humano para distinguir entre lo bueno y lo malo y de tomar decisiones correctas fue deteriorada, Dios les dio leyes que reflejaban Su naturaleza moral y que le servirían de guía para hacer lo correcto. El ser humano, también tendría la oportunidad de relacionarse con Dios, aunque no de manera perfecta ni permanente, mientras llegaba el cumplimiento de aquella promesa de libertad pronunciada en Edén. Y de eso es de lo que trata todo el Antiguo Testamento.
La mayoría de los creyentes tienden a ver las historias narradas en la Biblia como separadas e independientes unas de otras. Creen que estas historias están ahí para modelarnos el carácter y comportamiento de los diferentes personajes bíblicos y para dejarnos una enseñanza o moraleja que podamos aplicar a nuestras vidas. Aunque hay algo de verdad en eso, ese no es el caso. Cada una de las historias registradas en el Antiguo Testamento anunciaban algo, reafirmaban la promesa revelada por Dios en Génesis 3:15 y se daba un paso más hacia el cumplimiento de esta. Así pues, la liberación de Noé y su familia con los animales en el arca, la salida del pueblo de Israel de Egipto, la cautividad de Israel en Babilonia y todas las demás historias del Antiguo Testamento, tenían el propósito de recordarle al ser humano su miserable condición de vivir afectados por el pecado, en sociedades quebrantadas e incapaces de cumplir a cabalidad con el Mandato Cultural. Sin embargo, el propósito principal de todas esas historias era el de apuntar hacia el Mesías prometido, hacia la solución al problema del pecado. A pesar de que la civilización humana comenzó a desarrollarse y a avanzar, la historia de ciudades como Babel, Sodoma y Gomorra, Jericó, etc., demuestran que, aunque el ser humano era capaz de crear cultura, la infección del pecado lo afectaba todo, a tal punto que Dios tenía que traer juicio sobre los habitantes de aquellas ciudades. El deseo por ver cumplida la promesa de liberación de Dios era la esperanza de aquellos que, con sinceridad, esperaban su redención futura.
Poder, gloria y vergüenza
En el Antiguo Testamento, los Israelitas habían pasado de vivir bajo un gobierno Teocrático, es decir gobernados directamente por Dios, a uno monárquico en donde ahora eran gobernados por un rey humano. Esto sucedió debido a la necedad y obstinación del pueblo de Israel, quienes le pidieron a Samuel que les diera un rey, así como todas las demás naciones tenían uno. Samuel consulto el asunto con Dios y El le respondió: “… Haz todo lo que te digan —le respondió el Señor—, porque me están rechazando a mí y no a ti; ya no quieren que yo siga siendo su rey … haz lo que te pidan, pero adviérteles seriamente acerca de la manera en que reinará sobre ellos un rey. (1 Samuel 8:7 y 9) Desde entonces, los judíos comenzaron a tener reyes. Algunos eran mejores que otros, pero en definitiva ninguno de ellos fue perfecto. De hecho, algunos fueron muy malos. En ese contexto, los judíos percibían la antigua promesa de Génesis 3 como el levantamiento de un rey justo y lo suficientemente poderoso para librarlos de sus enemigos. Como sabían que vendría de la descendencia de sus primeros padres (Adán y Eva) y específicamente de la tribu de Judá, llegaron a creer que reyes como David o Salomón eran el cumplimento de la promesa, pues su gobierno y sus logros, fueron superiores a los de reyes anteriores. Sin embargo, a pesar de la gloria que dichos reyes alcanzaron, el mismo pecado que afectaba a los seres humanos comunes, finalmente causo estragos en la vida de David y Salomón, cuya falta de integridad moral los llevo al rotundo fracaso, desalentando al pueblo de Israel, que finalmente se dividió y fue llevado al exilio en Babilonia.
El Mesías prometido
Lo que el pueblo de Israel nunca imaginó fue que el Rey que vendría a librarlos como cumplimiento de la promesa, sería Aquel mismo que la pronuncio en el huerto del Edén. Aquella primera Navidad en la historia del mundo hace 2000 años, representaba el cumplimiento de la promesa. Dios entraba en la historia humana revestido de un cuerpo de carne y hueso, pequeño y vulnerable, pero investido de un poder infinito, lleno de gracia y de verdad (Juan 1:14). Dos cualidades divinas que ningún otro ser humano antes de Él habían tenido y que nadie tendría jamás después de Él. Aunque la salvación llegó al mundo a través de la obra, muerte y resurrección de Jesucristo, la mayoría de los judíos no fueron capaces de reconocerlo como el Mesías que tanto esperaban, pues en sus mentes y expectativas, ellos visualizaban a un rey glorioso, con suficiente poder político y militar para liberarlos de la opresión de los Romanos. Como Jesús era todo lo opuesto a eso, no pudieron ver en Él más que a un gran impostor al que desecharon y aniquilaron a través del sistema de justicia romano. Sin embargo, el plan de salvación de Dios no dependía de la percepción humana ni se ajustaba a las expectativas concebidas por los judíos. En esencia, la buena noticia del evangelio era aquella que más tarde los apóstoles proclamarían y que el Apóstol Pablo resumió de la siguiente manera: “... Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando más en cuenta el pecado de la gente.” —2 Corintios 5:19. Pero el perdón Divino no vino sin un alto precio que pagar. La redención del ser humano fue comprada a precio de sangre. Del mismo modo que Dios tuvo que sacrificar a un animal inocente en Génesis 3 para cubrir el pecado, la desnudez y la vergüenza de Adán y Eva, la sangre del inocente Hijo de Dios fue derramada para quitar el pecado del mundo y efectuar la justicia Divina. En la más terrible de las agonías, Jesucristo pronuncio las palabras: “… Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34), rompiendo así la maldición, venciendo a la muerte a través de Su resurrección y abriendo el camino de salvación para todo aquel que se acerque a Él en arrepentimiento y fe (Efesios 2:8-9). ¡La promesa de salvación por fin se cumplió! y eso es lo que los seguidores de Jesús conocemos y anunciamos como el evangelio. Un mensaje que, aunque es bien recibido por muchos, es igualmente rechazado por muchos más, debido a que confronta al ser humano con su condición personal de pecado. Al presentarles este maravilloso plan de salvación, el orgullo enraizado en sus corazones les hace continuar tomando la misma postura de Adán y Eva: “aunque sabemos lo que ha dicho Dios, mejor lo haremos a nuestra manera”. Deciden continuar viviendo en su condición de pecado y condenación eterna. Sin embargo, la obra de Dios sigue avanzando, los discípulos de Jesús continuamos predicando y el evangelio continúa siendo poder de Dios para salvación a todo aquel que cree (Romanos 1:16). ▼
Sobre el Autor
Gustavo Morán es originario de México, aunque radica en los Estados Unidos. Es licenciado en Diseño Gráfico y Publicidad y trabaja para la Universidad Bautista de Dallas (DBU). Tiene estudios de Maestría en Educación Cristiana (DBU), Teología (SWBTS) y Liderazgo (DBU) Tiene también un Diplomado en Filosofía Política e Historia del Pensamiento Humano. Es fundador y director general de Mandato Cultural, un ministerio que tiene el objetivo de ofrecer educación cristiana de calidad en el mundo hispano, con el fin de examinar, comprender y transformar la cultura para la gloria de Dios.